“Nada”, de Carmen Laforet, ha sido objeto de infinidad de estudios y análisis por parte de filólogos y de especialistas en literatura, pero me gustaría, por medio de esta crítica, hacerle un pequeño reconocimiento.
Llevaba tiempo queriendo leer “Nada” la novela insignia de Carmen Laforet (Barcelona, 6 de septiembre de 1921- Majadahonda, 28 de febrero de 2004). De adolescente le había oído mucho hablar a mi padre sobre la belleza de esta historia (ganadora de la primera convocatoria del premio Nadal en 1944), pero, como suele ocurrir, en aquella época no le había prestado demasiada atención.
Ahora, desde otra perspectiva vital, y con la experiencia y madurez que va dando el paso de los años, me he acercado a este clásico con un interés renovado y con ganas de comprobar si estoy de acuerdo con lo que él me contaba. Tengo que adelantar que mi padre no se equivocaba. Esta es una novela especial, de las que pueden llegar a dejar huella en nuestra vida y que destaca tanto por el lenguaje que utiliza, así como por la historia que narra.
He leído la edición de José Teruel (Cátedra 2020) que viene completada con notas a pie de página, así como con varios apartados adicionales que ayudan a conocer el contexto de la obra y la biografía de la autora. Esta información adicional me ha parecido interesante porque permite conocer mejor algunas expresiones y giros del lenguaje que se usaban y que ya no se usan o cuyo significado ha cambiado con el tiempo, así como muchos aspectos históricos y culturales de la época.
Sinopsis
En otoño de 1939, al finalizar la guerra civil, la protagonista, Andrea, una joven huérfana de diecisiete años, llega a Barcelona en un tren nocturno. Viene de un pueblo en el campo y se muda a la gran ciudad donde se quedará a vivir con su anciana abuela y sus tíos en un piso de la calle de Aribau.
La primera impresión que tiene al entrar por la puerta de su nuevo hogar es sobrecogedora, una decoración anticuada y angustiosa, y una familia oscura y oprimente que la recibe: su abuela, su tía Angustias, sus tíos Juan y Román, su cuñada Gloria y la criada Antonia, personaje mezquino que aparece como un vestigio del estatus de una familia burguesa venida a menos durante la guerra.
Esta historia nos habla del gran abismo que Andrea va a encontrar entre sus sueños, ilusiones y fantasías de adolescencia, y la amarga realidad que se empeña en mostrarle el mundo tal y como es: con las miserias (el hambre y el frío de la postguerra), los miedos, la soledad, la tristeza, las traiciones, la violencia… De vez en cuando un rayo de esperanza, una luz al final del túnel, permiten que nuestra protagonista salga a flote y que quiera seguir avanzando un poco más allá.
Pero nadie puede escapar de esa especie de atracción magnética que ejerce el piso de la calle Aribau. Es como si una maldición se hubiese adueñado del hogar. No hay nada que hacer, no hay escapatoria posible. Por mucho que intenten romper el círculo vicioso, los protagonistas siguen repitiendo sus roles una y otra vez como en una especie de eterno retorno.
Ella es testigo y narradora, no enjuicia a las personas que la rodean, y va descubriendo que a pesar de sus esfuerzos por disfrutar y ser feliz, Nada es lo que parece, Nada merece tanto la pena y va viendo cómo sus esperanzas y expectativas se quedan en Nada.
¿Podrá la joven encontrar una forma huir de la condena que mantiene a los familiares unidos en una relación destructiva alrededor de esa casa trasnochada?
El lirismo de la prosa de Laforet transporta a los escenarios y situaciones que describe, y, en muchos momentos me ha parecido sentir el calor húmedo de Barcelona en verano, o ver los colores del cielo de atardecer, o incluso sentirme en el piso ‘en absoluto abandono’ de la calle de Aribau, en el baño sucio y roñoso, propio de ‘una casa de brujas’.
Me gustaría agradecer a mi padre por haberme hecho conocer este libro y, a mi vez, espero poder hacerlo conocer a otras personas para que disfruten con su lectura.